sábado, 26 de septiembre de 2020

La mujer del Pronto no me dio super poderes

 




        Algunos recordarán la propaganda del Pronto donde una mujer se ataba un babero gigante, se deslizaba sobre una mesa enorme y la dejaba reluciente. Yo nunca supe si esa señora se caía de boca al acabar la mesa o el Pronto le daba también poderes de flotación.            
        Yo, desde luego, no tengo ese poder, pero han sido muchas las ocasiones en las que, por olvido o bien por una ilusión excesiva, me he creído capaz de volar. Para que me entiendas un poco más, te explico algunas cosas. 
         Empezando la década de los 90, yo idolatraba a Sergio Dalma. Sí, mi yo niña se arrebataba toda con aquel señor menudo de melena alborotada y voz ronca que salía por televisión a todas horas porque ese año iba a Eurovisión. El festival llegó y yo lo vi pegada a la pantalla mientras mis tías se reían de mi enfado por un inmerecido cuarto puesto de, para mí, la mejor canción del mundo. La perreta me duró un tiempo, exactamente lo que tardó mi tía en llevarme a un concierto de Sergio en la Plaza de San Gregorio en Telde. 
          Aquello estaba abarrotado, no cabía el alma de una cucaracha en aquella plaza, y yo, menuda y atrevida por un día, trepé un árbol y me senté en una rama para poder ver algo. Y allí, encaramada, olvidé las leyes de la gravedad y bailé el “Bailar pegados” como si estuviese de fiesta con Chimo Bayo. Demasiada ilusión y poca habilidad marcaron mi precipitación al suelo, acordándome de nuevo de la dichosa mujer del Pronto y de si ella se iba de boca o flotaba. Daba igual, yo había visto a mi ídolo y estaba feliz. Lisiada, pero feliz. 
         Una crece y cree que con los años esas cosas se van superando. Pero no. un día, trabajando en el aeropuerto, oí a alguien decir “Sergio Dalma está pasando el filtro camino a la sala VIP”, y me volví a subir a aquella rama del árbol. Corrí de una terminal a otra a una velocidad de la que no sabía que era capaz. Apenas 20 metros me separaban del control de seguridad y de aquella espalda que ya atravesaba el arco y me dije “olvida que te estás asfixiando, olvida que eres adulta, digna y madura y corre”. Y corrí. Corrí, me tropecé y me fui de boca al suelo, deslizándome como la mujer del Pronto y limpiando la terminal con mi lindo uniforme. Tras comprobar que solo un par de guiris fueron testigos de mi ridículo fracaso, me levanté, recogí del piso mi ilusión infantil y lo que quedase por allí de mi dignidad y madurez para volver al trabajo. 
         Hace unas semanas, en casa, sonaba en la radio “El Diablo dentro”. Este nuevo Sergio tan marchoso celebrando sus 30 años en la música me llevó a retroceder los mismos años hasta la rama de aquel árbol. Bailé, canté y seguí bailando pasillo adentro y pasillo afuera con los ojos cerrados, que es como mejor se siente la música y también es como se dejan de ver los escalones que tienes delante. Una vez más, mi destino con este señor acababa en el piso. 
         Me paro y pienso en si es insensatez lo que motivan estas acciones, pero me es imposible seguir pensando así cuando, al recordarlo, sonrío y recobro esa ilusión, la misma de hace 30 años. A veces es un cantante, otras un actor. Hay quien soñó con conocer a su escritora favorita o, tal vez, a una bailarina o presentador de televisión. Da igual el personaje si el sueño te hace volver a trepar un árbol, bailar y cantar con los ojos cerrados y correr como una chiquilla sin miedo, aunque no tengas los super poderes de la señora del Pronto.

viernes, 18 de septiembre de 2020

La mirada de tía Josefa

    



     Fui a ver a tía Josefa pocas semanas después de fallecer mi abuela. Sabía que estaba muy afectada, pero también estaba convencida de que le haría bien la visita. 

     Entramos, como de costumbre, por la tienda de mi prima Pino que, a falta de muchas cosas en Las Vegas, hacía las veces de piscolabis, billar y punto de encuentro para el jolgorio y novelerío vecinal. Creo que nunca usé la entrada principal de la casa; el acceso por la tienda era más divertido a la par que rápido. 

    Subía las escaleras seguida de mi padre, llenando de voces el camino para alertar de la llegada y que tía Josefa no se asustara. "¡Voy!", gritaba desde la cocina, "¡ya voy!". Y llegó al umbral de la puerta al tiempo que yo comenzaba a subir el último trecho de escalera.

     Se secaba las manos con el delantal cuando levantó la cabeza y gritó "¡Juana! ¡Juana, hermana!". Yo miré hacia atrás, buscando respuestas en los ojos de mi padre y, por si acaso, revisando los rincones no fuera que llevara un fantasma a cuestas.

     “No, Josefa, no soy Juana. Soy la nieta”, le dije con cariño. Sus ojos parecieron no entender pero, de repente, se excusó porque “Ay, muchacha, es que esta luz me tiene ciega perdía y ya ni sé lo que veo”. 

    Pasamos hasta la cocina, como de costumbre y, para no variar, nos saludó el loro desarretado, posado en un palo, del que no recuerdo el nombre pero cuyos chillidos de "¡yo no fui, yo no fui!" aún me chirrían en los oídos.

     Ella sirvió café y sacó la lata de galletas que siempre tenía guardada para las visitas. Habló, preguntó, rió y, para mi sorpresa, cuando nos despedíamos, reparó en una antigua fotografía donde posaban dos jóvenes sonrientes.“¿Te acuerdas de este baile?”, me preguntó.

     Miré sus ojos. Brillaban. Volví la vista a la foto y reconocí en el rostro de mi abuela las facciones de mi cara. Miré sus ojos. Seguían brillando. “Sí, claro que me acuerdo”, mentí.“No tardes en volver”, suspiró. 

    Marché, sabiendo que sus ojos seniles me seguían tranquilos al fin por la visita de su hermana, anclados ya para siempre en aquella época donde “las mocitas” salían al baile vestidas de domingo y esperaban a que algún pretendiente las sacase a bailar una pieza. 

                                                Yudeyna Santana

viernes, 11 de septiembre de 2020

Lereta



        Había una gira todos los años que organizaba el ayuntamiento. La guagua nos dejaba en La Caldera de los Marteles y bajábamos caminando aquella cuesta hasta llegar a Lereta, un barrio chiquito, rural, muy rural en medio del barranco y donde vivía poca gente, buena gente.

    Se improvisaba un hueco para la música, a la sombra de un árbol; uno al órgano y cantante solía ser y, a veces incluso, las dos cosas eran la misma persona. Y allí que empezaba a bailar todo el mundo sobre aquel pedazo de tierra convertida en improvisada plaza del barrio.

    Frente a la pista de baile, una cueva, fresquita, donde se sentaban los mayores a guardar los sacos llenos de bocadillos hechos con pan de puño y chorizo de Teror, otros eran de queso y, para los más gourmet, de las dos cosas. Un bocadillo y una lata de refresco que mi madre llevaba metida en la nevera de Kalise roja con la tapa blanca, y aquel almuerzo que sabía a gloria te estaba dando piñazos en la barriga hasta por la noche.

    Al acabar había que seguir caminando cuesta abajo por el barranco hasta llegar a Montaña las Tierras, donde nos recogía la guagua para llevarnos de vuelta a casa y esperar la excursión hasta el año siguiente.

    Me pregunto qué habrá sido de aquella plazoleta; si seguirá siendo de tierra como yo la recuerdo, o si le habrán puesto pisos como los que usan para vestir las plazas, dejando de ser mi recuerdo para siempre. Yo prefiero seguir viéndola así, sacadita de la memoria, y pensar que está igualita que la última vez que la vi. Porque una también va poniendo pisos sobre los recuerdos y, a veces, se olvida de la tierra que hay debajo. Pero cuando empiezas a levantar capas, y llegas a ese olor inconfundible de tierrita mojada de lluvia, de tierrita chamuscada al sol, ya una quiere quedarse ahí, en la plaza de piso de tierra.


viernes, 4 de septiembre de 2020

El pasado deja huellas para el futuro

     

    Tuve suerte de conocer a casi todos mis bisabuelos. Los que más Tomasito y Rosarito, los dos por el lado de mi madre. 

    Tomasito era el padre de mi abuela y venía todos los días a almorzar, se echaba una siesta sentadito en el sillón de debajo de la ventana con el cachorro puesto sobre la cara. El hombre pegaba unos pellizcones que picaban hasta tres días más tarde pero, cuando venía mi tía Olga a despertarlo con el carajillo en la mano, se me olvidaba el pica pica. Nos poníamos en fila los más chicos y él nos iba dando sorbitos de aquella bebida negra tan amarga que dejaba un regusto raro en el paladar y en el fondo de la lengua. “Mójate los besos na más, animalita”, era lo que me decía antes de pasar el vaso al siguiente de la cola. Y a mí me daba una morriña al rato de beberme aquello que me quedaba quietita como un muñeco en el sillón, sin mover una pestaña, luchando por que no se me cerraran los ojos. “Ya se quedó sorimba”, era lo que oía de labios de mi abuela antes de caer frita con la baba por fuera. 

    Rosarito era la madre de mi abuelo, pero a ella había que llamarla Abuelita siempre siempre porque era lo que a ella le gustaba. Dulce, amable, toda tranquilita siempre tomando el fresco sentadita en su sillón de mimbre en la entrada de la casa. Te veía llegar y “Ay mi niña, ¿y tú de quién sos?. De Nieves, abuelita. Ay, sí, Nanita”. Y te pellizcaba los mofletes con cariño y detrás una palmadita suave “Naniiita”, mientras retorcía la lengua y se la mordía “Nanita jejeje”. Como cuando uno quiere estrujar algo fuerte porque lo quiere mucho mucho pero no puede, así era el Nanita con la lengua retorcida; el gesto de cariño más antiguo que tienen mis recuerdos y se mantiene vivo aunque ella no esté.

     Todo se mantiene vivo aunque ellos ya no estén. Porque cuando Andrea y Maruca ven a los más pequeños también retuercen la lengua y se la muerden, igual que Paqui y Chano, que también lo hacen y pegan pellizcones de cariño como los de abuelito Tomás y te escuece tres días que son los que te estás acordando de ellos hasta que se te pasa. Porque cada quien, en cada casa y familia, tiene sus propios gestos de cariño. 

    Nunca más probé un carajillo, pero es nombrarlo y se me llena la boca de ese sabor y, como magia, aparece la morra que me deja sorimba y sorbiendo babas cargadas de recuerdos. No me veo en un espejo, pero ni falta que hace para saber que cuando algo me enamora tanto que las palabras no lo saben expresar, me muerdo la lengua, la retuerzo y pa dentro digo Nanita.

     Y qué le va a hacer una si el pasado va dejando huellas para el futuro, siempre siempre.

Lady Yu

Lamento de un elemento

          El pico rompía la piedra con la fuerza que le daba aquel brazo ya cansado, agotado y hambriento del hombre que lo usab...