viernes, 28 de agosto de 2020

No muere quien no se olvida

    

 

     Tres de mis abuelos partieron el mismo año. En un lapso de cinco meses, sin haber asimilado el duelo de uno teníamos que penar la marcha de otro. Entró fuerte el 2000.  

    Por suerte, la familia los ha mantenido vivos en la memoria de una forma u otra. 

    A Blas, “el de las vacas”, lo recordamos a diario porque su vaquería sigue en pie, no sin esfuerzos. Las yuntas se sacan a pasear frente a la Virgen en cada fiesta sabiendo todos que en algún lugar él mira con orgullo viendo que media estirpe continúa cultivando la tierra. 

    Tata vive en cada canto, en cada historia contada y en cada viaje en coche hasta Valsequillo porque, sin duda, esos trayectos eran únicos con su voz de fondo. Vive en las helechas de Las Puntillas que aún se riegan con mimo entre las voces de la familia de Doris. Y vive en los ojos de mi padre cuando la recuerda. 

    Lolo, ¡ay, Lolo!. El permanece aún en el eco de Casas Blancas, regando, cuidando con cariño sus naranjas y limones. Sus historias de la barbería, de las que tanto habló mi tío Adolfo y recogió en sus Retazos de Zafra, aún dan vueltas por los rincones de la casa, girando como lo hacía aquel viejo sillón de barbero sobre el que jugábamos en la azotea. Vive y veo su carácter en mi hermana y recuerdo sus maneras cada vez que miro a mi tía Pepa.

     Pero, sobre todo, viven porque seguimos recordando cuánto amor repartieron, cuántas enseñanzas nos dieron. Y aquí anda una, intentando contar historias que los recuerden, que los honre. Porque, como dicen, no muere quien no se olvida.

                                                    Yudeyna Santana

viernes, 21 de agosto de 2020

La Máscara

 

LA MASCARA



        El día amanece con un rayo de esperanza color naranja dando paso a nuevas ilusiones…

    Podría ser una bonita redacción ¡pero qué coño!. El sol sale por un lado y se pone por el otro y, en medio, las horas pasan lentas tras esta mascarilla.

    Ya no es que me agobie, me asfixie o que tenga la sensación constante de estar respirándome a mí misma. Es la impresión de mordaza, de hablar, aunque sea en alto, y que mis palabras vengan de vuelta a mi garganta, atorándose, ahogándome. Y, desde el otro lado, oigo el eco también ahogado de un “¿qué dices, muchacha?” que enfatizan unas cejas enarcadas. Nunca una mirada tuvo tanto valor de interpretación y unas cejas el poder de avalarlas.

    Mi amigo, muy sincero, muy vasco y poco dado a los pañitos calientes, me recomienda que ahorre en cera para el bigote e invierta en rimel y cejas. Aún estoy en primero de miradas, pero creo que la suya habla muy en serio. Tanto que, en un acto reflejo, me llevo la mano al bigote, o a la máscara que lo cubre, y él, desde su mascarilla de diseño, esconde una sonrisa burlona que sus ojos me traen de vuelta.

    __ Me lo apunto, cari. ¿Sabes? Las patas de gallo también se notan más ahora.

    Le contesto sin mirarlo pero, por el rabillo del ojo, veo cómo se toca disimuladamente debajo de los ojos y que, aunque la frase queda ahogada detrás de la tela, mis ojos supieron leer ¡pero qué hija de puta!.

    En fin, acostumbrarse no es cosa de un día y aprender idiomas tampoco, pero vamos avanzando. De momento, practico la dualidad de que mi mirada diga todo lo contrario a lo que mi mascarilla esconde.

 

                                                                Yudeyna Santana


Lady Yu

Lamento de un elemento

          El pico rompía la piedra con la fuerza que le daba aquel brazo ya cansado, agotado y hambriento del hombre que lo usab...