Tres de mis abuelos partieron el mismo año. En un lapso de cinco meses, sin haber asimilado el duelo de uno teníamos que penar la marcha de otro. Entró fuerte el 2000.
Por suerte, la familia los ha mantenido vivos en la memoria de una forma u otra.
A Blas, “el de las vacas”, lo recordamos a diario porque su vaquería sigue en pie, no sin esfuerzos. Las yuntas se sacan a pasear frente a la Virgen en cada fiesta sabiendo todos que en algún lugar él mira con orgullo viendo que media estirpe continúa cultivando la tierra.
Tata vive en cada canto, en cada historia contada y en cada viaje en coche hasta Valsequillo porque, sin duda, esos trayectos eran únicos con su voz de fondo. Vive en las helechas de Las Puntillas que aún se riegan con mimo entre las voces de la familia de Doris. Y vive en los ojos de mi padre cuando la recuerda.
Lolo, ¡ay, Lolo!. El permanece aún en el eco de Casas Blancas, regando, cuidando con cariño sus naranjas y limones. Sus historias de la barbería, de las que tanto habló mi tío Adolfo y recogió en sus Retazos de Zafra, aún dan vueltas por los rincones de la casa, girando como lo hacía aquel viejo sillón de barbero sobre el que jugábamos en la azotea. Vive y veo su carácter en mi hermana y recuerdo sus maneras cada vez que miro a mi tía Pepa.
Pero, sobre todo, viven porque seguimos recordando cuánto amor repartieron, cuántas enseñanzas nos dieron. Y aquí anda una, intentando contar historias que los recuerden, que los honre. Porque, como dicen, no muere quien no se olvida.
Yudeyna Santana