sábado, 20 de febrero de 2021

¿De qué nos quejamos?

La habitación olía a lo que huelen las consultas de los médicos; a nada. Una gran nada que se mete muy adentro en la nariz y ya no se te olvida nunca. Una limpieza extrema que se lleva los bichos que enferman y los olores que alegran. A veces, me da por pensar que esa nada es el miedo metidito adentro que ni oler te deja. Por eso, para mí, la salita
de espera es la sala del miedo.
Yo llegué a la consulta mucho antes de lo previsto. Una extraña costumbre adquirida por el “si falta alguien y me atienden antes” que siempre acaba en “te jeringas, porque vino todo quisqui y eres una simplona”.
Poco a poco, la consulta se iba llenando de pacientes a la espera de ser llamados por el practicante que, además, en esta pequeña consulta de pueblo, era el podólogo y, como no, también radiólogo. Así que lo mismo te pinchaba un antibiótico en el culo como te quitaba un callo y ya de paso, por si las moscas, te sacaba una foto del interior para que te fueras más tranquila para tu casa.
Entró una señora con dos niñas pequeñas; una más que la otra. Las dos iban vestiditas igual con su trajito de volantes que parecían un merengue rosa. El pelo cardado como dos grandes baronesas y lleno de flores clavadas en medio de todo el pote de laca, como esas flores de papel que se le pinchan a los cactus para que luzcan más bonitos. Así iban aquellas dos niñitas, vestidas de domingo un martes por la tarde.
Para mi gusto, se sentaron muy cerca de mí, pero no era cuestión de decirles nada tampoco con lo orgullosa que estaba aquella madre luciendo a sus dos pequeños cactus rosa. Habría estado feo por mi parte, así que me callé. Pero pronto aquellas dos niñas empezaron a hacer las cosas propias de su edad y se salieron del tiesto. “Mami, me aprieta el cuello del vestido”. “Déjate eso quieto, demontre”. “Mami, me pica la pierna”. “No te rasques así, animalita”.
A mí, sinceramente, aquel toma y daca entre madre e hijas me estaba incomodando un poco, pero decidí seguir callada por aquello de no ser metusa. En realidad, sentía penita por esa niña que, además de sufrir los pinchazos en el cerebro de aquellas flores, debía soportar la falta de oxígeno con aquel babero pegado al gaznate.
La más pequeña de las dos, aprovechando el despiste de la madre, mortificaba a su hermana levantándole el vestido. “Ja, ja, se te ven las bragas”. Y claro, la hermana respondía dándole un tollo y para ese entonces era lo que la madre veía. “Deja a la niña y bájate el vestido, anda. Contenta me tienes, estate tranquilita ahí”. “Empezó ella”, le replica la hija. “Me da igual, ella es una niña”. “Yo también”, le contesta avispada. Y yo miraba para aquella valiente que se enfrentaba a la injusticia con sólidos argumentos que su madre derribaba sin miramientos. “Pero ella es pequeña”. “Yo también soy pequeña”. “Mira, no me seas majadera. Tú eres más grande que ella, compórtate”. Y aquellos ojitos pasaban de su madre a su hermana. Astuta la mirada, se volvió y ya yo pensé para mí (porque no está bien meterse en discusiones ajenas) “cállate, que te la cargas, bonita”. Pero no supo leerme la mente aquella chiquilla. “Pues ella es gorda y yo flaca”. Y pasó lo inevitable. La madre, como un resorte, le soltó un rambiazo en el tronco del oído y se acabó la discusión. Sobre la marcha, con agilidad de madre y evitando la oportunidad de reacción, le pellizcó con dos dedos la piel floja de debajo del brazo, justo donde acababa la manga del vestido de merengue rosa, y le susurró: “o te callas o te callo. Tal vergüenza esta, qué necesidad”.
Se quedó tiesa, con la espalda pegadita al asiento, los brazos cruzados sobre el pecho, el hocico apretado y peleando porque las lágrimas no se le escaparan. Valiente y orgullosa resultó ser la mayor de las hermanas. Mientras, la más pequeña, sonreía y se relamía porque le había salido bien la trastada. “Ja, ja, te va a salir un moratón, ja, ja”. La niña no era mala; solo era una niña, pero tampoco era buena. Era ruin la endemoniada y disfrutaba al lamentarse su madre de lo majadera que le había salido su hija y “mire, mire, la pequeña es un amor”, me decía. Poco me importaban a mí sus argumentos, la verdad. Solo podía ver cómo, en mi cabeza, la pequeña se iba convirtiendo en un demonio rosa al tiempo que su hermana, en su cabeza, maquinaba venganzas futuras, germinando en ella una semilla de ira. Flores de cactus rosa y roja veía yo donde aquella ofuscada madre solo veía frustración en una y posibilidades en la otra.
Unas voces que se acercaban desde la calle me sacaron de mis pensamientos. Dos personas discutían y se acercaban peligrosamente. Por más que supliqué para mis adentros que no fuesen pacientes de la consulta, resultaron ser certeros mis temores. En esta ocasión, entraba una señora mayor seguida de una muchacha que, por los gritos, supe que era su hija. La señora caminaba a paso rápido, sin mirar atrás, acostumbrada al parecer a que su hija fuese agarrada de su camisa todo el rato, tirando de ella como si fuese una cuerda. “Espérame, no te vayas”. “Pero si estoy aquí, no me he ido a ninguna parte”. “Eres tonta, mamá, muy tonta”. “Ya, calla y siéntate”. Tomaron asiento en frente de mí. Primero la madre, rápida, acostumbrada a hacer las cosas así, y sentándose en el borde de la silla agarrando el bolso como preparada para salir a escape en cualquier momento. La chica daba vueltas, errática, dándose golpes en la cabeza y gritando incoherencias hasta que, finalmente, la silla de al lado de su madre le pareció apropiada. Yo presagiaba alguna situación similar a la vivida minutos antes por eso procuraba no hacer contacto visual. Pero aquellos gritos y espasmos hacían imposible no mirar, cuanto menos no interactuar.
La muchacha hablaba atropellada, con voz nasal, apretando las enes contra el paladar como cuando se te pega un polvorón al techo de la boca. Tenía apariencia de niña, de hecho, la habían vestido como a una niña pequeña pero, al fijarte, descubrías a una mujer. Permanecía sentada, pero era incapaz de estarse quieta. Sus movimientos eran impulsivos, por momentos, agresivos contra ella misma o contra su madre y sus frases inconexas e incongruentes. “Ja, ja, mami, pareces un caballo”. “Ya, vale, estate tranquila”. “Ja, ja, caballo, hazme caso, caballito”. “Ya vale, nos van a llamar la atención”. Se levantaba la madre, respiraba tratando de buscar aguante, pero la mano de su hija era rápida y la encontraba enseguida. “No te vayas, no me dejes”. “No me voy, tranquila”. “Mentira, te vas a ir y me vas a dejar allí”. Y la agarraba con fuerza del brazo y tiraba de ella para que no se le escapara”. Finalmente, la madre claudicaba del respiro y volvía a sentarse en el borde de la silla apretando el bolso con una fuerza que yo solo podía imaginar al ver sus dedos morados.
Topé con los ojos de la señora. Pedía auxilio con la mirada. No sabía o no podía controlarla. Y yo sí supe leer su mente, porque aquella mirada hablaba ahogada en lágrimas que se habían secado hacía mucho. Estaba superada por esa niña que salió de sus entrañas pero que no era nada de lo que ella esperaba para cumplir sus sueños, sus expectativas. Todo era sacrificio, todo era sufrimiento, todo era dar y dar. No se daba cuenta de lo mucho que aquella niñita le estaba dando, solo era capaz de ver lo que le estaba quitando. Sufría, cómo sufría la pobre.
La niña solo gritaba “no me dejes, no me abandones, por favor no te vayas” agarrándola del brazo tan fuerte que hasta yo podía ver las marcas que le dejaba. Aquella institución sería de las mejores, la tratarían bien, la cuidarían, pero allí no estaba su mamá. Su madre lo sabía, por eso no le apartaba la mano, dejaba que la apretara y ponía la suya encima, acariciándola.
Otro espasmo incontrolable. La niña alzó las manos, zafándose de la caricia materna con demasiado ímpetu y acabó la señora recibiendo un guantazo que le fue devuelto a la niña en la chepa. Uno, dos y tres a cada cual más traumático, más doloroso. La impotencia le hacía pegarle golpes para que dejara de gritar, como si en cada golpe intentara enderezarle la espalda, arreglar a su niña. Pero el efecto era el contrario. Los gritos eran cada vez más estruendosos, la crispación de ambas era inaguantable para ellas y para los presentes. Y yo solo podía ver trompazos y gritos de frustración, amargura y tristeza.
Los cactus de merengue, su madre y yo observábamos todo en silencio. Yo me preguntaba por qué tardaban tanto en llamar a consulta, por qué tanto retraso, por qué nadie salía a romper lo incómodo de aquella situación, por qué a veces la vida pone pruebas tan duras. Tantos por qués sin respuesta que me crispaba.
Y, de repente, respiré profundo. Llené de aire mis pulmones y respiré de nuevo hasta que los llené de la nada de aquella salita del miedo. Vi cómo mi vecina de asiento abrazaba a sus dos retoños, las besaba en las cabecitas llenas de flores y suspiraba. Vi cómo la otra señora seguía lidiando porque su hija se calmara y, de soslayo, observaba a las niñas merengue. Suspiró también.
Ahora, era mi mirada la que viajaba de un lado a otro de la sala, de una escena a otra, de una realidad a otra. Concebía, consciente o inconscientemente, el alivio de una y la resignación de la otra. A mi vecina ya su hija no le parecía tan mala ni tan desobediente. Otra realidad había reemplazado su añejo malestar por el aséptico olor que nos rodeaba. Tal vez, como a aquella sala, la aséptica nada había limpiado sus malos pensamientos.

lunes, 15 de febrero de 2021

Desamor entre papel y pluma


Sin un ápice de duda
brotan letras de mi pluma 
que alcanzan lejanas brumas.
La tinta se queda viuda
si escribe la verdad cruda.
El papel sale huyendo,
sin notar que escribiendo,
ella perpetúa su existencia
más allá de la conciencia
y de todo pensamiento.
Aún así, el blanco papel
resiste de ser escrito,
sin querer ser un proscrito.
No quiere pluma ni pincel
que marquen su huella en él.
Pluma, papel y la tinta 
libraron batallas antes,
mas ninguna tan constante,
brillante ni tan distinta
como esta última conquista.
Al final, saben que deben,
aunque haya quien no lo apruebe,
relatar con veracidad,
y más sensibilidad,
lo que ocurre al que no bebe
del saber y la memoria
que nos dejan nuestras glorias.
Experiencias y relatos
llenos, no solo de datos,
sino de nuestra historia.

Lady Yu

Lamento de un elemento

          El pico rompía la piedra con la fuerza que le daba aquel brazo ya cansado, agotado y hambriento del hombre que lo usab...