lunes, 19 de octubre de 2020

Mamá




Ella está hecha de una pasta especial
con ingredientes inventados solo para su creación.
Ella es una lanza forjada en otros fuegos lejanos;
de acero inolvidable,
de punta redondeada que no daña
y doble filo que no desgarra.
Ella es una fiera en su dolor amansado;
fortaleza y coraje
sobre cimientos de gran aguante.
Todo ello, y ternura.
Todo ello, y amor con locura.
Todo ello, y crianza de arraigo.
Todo ello me dio, me regaló;
mi sangre, mi madre.

lunes, 12 de octubre de 2020

Orejitas abanadas

    




     Marilú me preguntó un día por qué yo tenía una oreja “abaná” y la otra pegadita a la cabeza. Yo no supe qué contestarle, la verdad, solo me eché las manos a las orejas y me quedé pensando, recordando.
     Repasé uno por uno a los componentes de mi familia, clasifiqué y me di cuenta de que un gran número de ellos tenía, como yo, las orejas adornadas de esa peculiar manera.
     Recordé entonces las técnicas perfeccionadas durante generaciones para lograr la estética familiar tan cuidada y mimada. 
     La oreja abanada había sido sometida a pruebas de elasticidad tras, sobre todo, alguna trastada. El cartílago era estirado, apretado, sin llegar a
despegar el pabellón de la cara, hasta que quedaba claro el mensaje a transmitir. Era un arte valioso, duro de aprender y para el que se necesitaba una destreza especial para practicarlo.
     La oreja más achatada, recatada, digamos aplastada contra el cráneo, había superado las más duras pruebas de sonido conocida más comúnmente como “trancazo en el zozo del oído”. Obviamente, esta última tampoco era gratuita y venía a ser el premio a una
desobediencia o malcriadez.
     No sabía cómo explicarle todo aquello a Marilú, así que le dije que eran cosas de
ingenieros, que en mi familia sabían mucho de eso. Y ella, la pobre, conociendo nuestro humilde origen labriego, se quedó mascando el aire buscando en mi árbol genealógico a aquel prodigio capaz de ingeniar tales morfologías.
     Yo, mientras tanto, miraba sus orejas y pensaba en la suerte que había tenido Marilú que, aunque no tenía las orejas bonitas, alguien se había encargado de emparejárselas bien abanadas.

lunes, 5 de octubre de 2020

Marilú


     




     Hoy quiero presentar en sociedad a Marilú. Ella era mi amiga de la infancia, de esas que llenan todo tu tiempo y atrapan tu interés, de esas amigas que van  desapareciendo poco a poco sin que te des cuenta y que, cuando te paras a recordar, no disciernes entre si existió de verdad o te la inventaste.
     Su nombre completo era María de la Luz, pero ella prefería Marilú que era
más corto, más moderno y era igual que el de la canción que cantábamos cuando
jugábamos al tirante. “La Señorita Marilú”.
     Pero ella no era moderna, aunque se disfrazara con aquel nombre que
sonaba como el que venía grabado en las tazas que regalaban con las galletas
“MarieLu”. Ella, en algún momento, se tragó a una  vieja y la voz de esa señora
hablaba por ella, desde dentro de ella. No había quien entendiera a Marilú cuando
hablaba cosas como “habilítate, que vamos tarde”, “alóngate ahí y mira” o “tengo la madre desarretá”. Ella decía que yo la miraba con los ojos como un cherne, sin entender nadita y que la desesperaba. “Me sesperas toita”, me decía, “sal pallí”. Y
de verdad que yo no entendía nada pero, a fuerza de oírla y de equivocarme, aprendí.
     El día que yo fui a preguntarle a Susa, su mamá, que si estaba mejor porque Marilú me había dicho que tenía la madre desarretá y a mí me sonó a enfermedad, la mujer se rió tanto que hasta lloraba y abría la boca tan grande que le vi la campanilla y me enteré de que le faltaban dos dientes. Nadie me explicó nada sobre aquello de la madre desarretá, ni falta que hizo; las carcajadas de Susa me bastaron para saber que estaba equivocada. Marilú, muy alpispa, había escuchado todo y me dijo “anda, ven aquí, que no sos más toleta porque no se puede”. Y yo la seguí, mirando aquel cuerpo menudo, chiquito como el mío, pero que hablaba como una vieja encerrada dentro de ella y que me decía que quería seguir saltando a la soga.
     Saltamos, brincamos y a mí no se me acababan de colocar todas aquellas palabras en mi cabeza y, solo a base de noveleríos, pregunta aquí y pregunta allá, las fui ordenando y acomodando. 
     No había necesidad de seguir ignorando un lenguaje que hablaban los
mayores y también Marilú que, siendo moderna además era antigua, y a mí, con la misma edad que ella, no me daba la gana seguir siendo ignorante ni me daba la gana de que Marilú me dijera que yo era media “deschavetá” y ni siquiera tuviera
idea de lo que me estaba llamando.
     Así que, moderna y antigua, mezclo las palabras en sintonía con lo que hablo, sin resultar finolis para unos ni maúra para otros, simplemente canaria, como
el gofio.

Lady Yu

Lamento de un elemento

          El pico rompía la piedra con la fuerza que le daba aquel brazo ya cansado, agotado y hambriento del hombre que lo usab...