domingo, 6 de junio de 2021

Antoñita María. Charlas a corazón abierto.

 



Heredé su amistad hace años; una herencia cultivada con semillas de cariño, regada con admiración y mucho abono de respeto y de la que recolectamos hermosas flores en forma de conversaciones alrededor de una taza de café.

Sentada en la salita, miro a través de la ventana y viajo en el tiempo subida en sus palabras. El café se enfría, el reloj se para y la conversación me calienta el alma. El billete de hoy me lleva al Carrizal de los años 20.

“Por aquel entonces, aquí había cuatro casas, como quien dice. Don Juan Martel había venido desde Cuba para quedarse aquí de cura, como no había casa en la parroquia,mi abuelo acabó el alto de la suya para que él se quedara allí, al menos eso tengo entendido yo”.

“Mi padre le comentó que en el pueblo no había Correos y tampoco luz. La Iglesia tenía mucho poder y don Juan se encargó de preparar todo. Mi padre se presentó a unas pruebas, como unos exámenes, y fue así como llegó Correos a mi casa. No eran sino dos sellos para estampar en los sobres; uno para las cartas certificadas y otro para las corrientes, una carpeta donde mi padre guardaba los papeles. Todo eso en una habitación en lo que es la calle Andrea Morales, la que llamábamos la calle del Arenal”.

“Mi padre trabajaba en un almacén y cuando salía de allí era que abría la oficina. Pero el pueblo era muy pequeñito y, claro, no había horarios ni nada; las puertas estaban todas abiertas y la gente llegaba a casa, leventaban la portada, entraban y mi madre les daba las cartas”.

“Ay, pero lo que yo recuerdo de verdad- qué brillo aparece en su sonrisa- es de ver a mi madre, sentada en unos escalones que había antes de entrar a la sala de mis tías, leyéndole las cartas a la gente y quedándose con todos los recados que le daban las madres”.

“Mira, mi madre le escrbía todos los días a mi hermano, que estaba estudiando en los dominicos, y lo hacía poniendo en las cartas todo, todo, todo lo que pasaba en casa. Era como si mi hermano estuviese viviendo aún aquí leyendo aquellas letras. Pues igual hacía con aquellas madres que dejaban recados para sus hijos que estaban de soldados tan lejos y tanto tiempo”.

“Antes de irse al colegio, mis hermanos subían al Ingenio a por la saquita con las cartas para el pueblo y, al día siguiente, la llevaban de vuelta con las cartas de salida”.

En este momento del relato me viene a la mente una historia que escribí hace unos cinco años. En esa ficción ambientada en el Carrizal, María, una niña de ocho años, cuenta en su diario el día a día de su pueblo. En sus letras se lee parte de la historia de este pueblo pero, antes de estar sobre el papel, esas palabras y sentimientos me los transmitió la misma protaginista de la charla de hoy. Y es que la niña María lleva impresa el alma de Antoñita. Por eso, en ese relato escrito, el eco de su voz narra con fidelidad sus recuerdos de tiempos no muy felices. Aunque los ataques de la guerra no llegaron a la isla, María escribe en su diario los azotes de la misma que sí se notaron y describe también cómo, escondida tras una cortina, descubre en cada carta que leía su madre, los secretos y desvelos de cada casa. Describe el horror de una gran pérdida y cómo marcó su vida para siempre. Habla de cómo abría bien los oídos en cada conversación para escuchar sobre todos aquellos personajes que estaban escribiendo la historia del país. Y escribe también sobre las vivencias propias de una niña en un pequeño pueblo de la isla donde cada día supone vivir una aventura diferente; desde ir a la escuela, mandar llamar al médico o salir a jugar a la calle.

Ella también recuerda la historia. De cuando me habló de todo, de cuando la leyó después y me dijo divertida “muchacha, contigo hay que tener un cuidado, porque lo recoges todito. Pero qué bien que lo haces, así, sencillito y tal cual”. A mí me supo a gloria y apliqué con gusto al texto cada corrección y cada sugerencia que me hizo. Y tras remembranzas de nuestras propias experiencias, le sobrevienen las suyas propias que me sigue contando con gusto.

“Bueno, el pueblo creció y siguió creciendo y, con los años, ya no era lo mismo. Mis padres decidieron cerrar la portada al mediodía y, poco a poco, pues ya había un horario, por lo menos, el descanso de la comida y la sobremesa. Nunca escuché a mi madre quejarse por no comer caliente; ella siempre tuvo muy claro que las lecturas de aquellas cartas iban primero, pero fue así como surgió el cierre al mediodía”.

“Yo siento mucho que se haya perdido esa esencia de pueblo, que no de pueblerino,eh, que no es lo mismo; sino ese pueblo cercano, amable, donde todos se conocían y querían, donde una persona mayor te llamaba la atención si hacías algo mal y tú salías asombrada no fuera que dijeran algo en tu casa. Fíjate cómo era la cosa, que una vez me metí en unos charcos y el padre de Chanita Viera me llamó la atención y yo estuve trincada hasta que llegué a mi casa, pero es que no aguantaba la angustia y se lo acabé contando a mis padres nada más entrar por la puerta: “ay, un señor en la plaza me dijo esto por esto y por lo otro” y mi padre le daba la razón y hasta ahí era el pleito que me podía llevar. Yo no era una niña de meterme en problemas ni nada, pero era una cosa de respeto, ¿sabes?. Que si me tenían que corregir, por supuesto que lo hacían, pero una iba con ese respeto siempre presente”.

Antoñita revive su infancia feliz en un pueblo de gente buena que se ayudaba. De niños que jugaban en grupo y así mismo iban a casa de uno u otro a merendar y los recibían con cartuchos con gofio y azúcar. De cómo continuaban la tarde, recogiendo ella su tesoro escondido en una lata que, al abrirla, desprendía toda clase de historias con los Cuentos de Calleja y de cómo los leía sentadita en una piedra al lado de la acequia. Revivo con ella ese momento y en mi cabeza se dibuja la escena en sepia; a su alrededor, sus amigos sentados, escuchando cómo les lee aquellos cuentos y viajan sin moverse del suelo. Me cuenta también sobre sus vacaciones en el Burrero o de su época interna con las Dominicas en Teror, y en cada una de las anécdotas encuentro una aventura, algo que contar con más detalle, curiosidades que me asaltan una detrás de otra y de todo quiero saber más. De todas quiero contarles más, pero yo me quedo embelesada en sus palabras y disfruto del regalo que me está dando.

Yo primero estudiaba en Las Palmas, pero luego vino la guerra y mi padre me trajo al pueblo y empecé aquí en la escuela pública hasta que acabó. Ya después sí me fui a Teror, con doce años. Al principio querían que fuera a Granada porque allí había unas tías mías, pero mi padre dijo que de eso nada, que sólo tenía una hija y no había necesidad de tenerla lejos. Dicho así, fuera de contexto, te puede parecer una barbaridad porque hoy en unas horas te pones en Granada, pero en aquella época ya era una odisea irte a la capital en coche, cuánto más viajar a la península. Date cuenta que para ir hasta Teror había que conseguir primero el coche para alquilarlo, llegar a Las Palmas y luego ir a Teror. Y claro, como no había dinero para hacer eso todo el tiempo, eso implicaba quedarte allí todo el trimestre de interna. Como yo, habría unas treinta niñas más y todas teníamos algún problemilla de salud: que si una no comía, que si otra tenía asma, y así las había de todas las edades y tamaños”.

“Yo terminé y pude haber seguido estudiando, pero en aquella época o estudiabas magisterio o comercio y como a mí no me gustaban ninguna de las dos, pues no estudié y me vine de nuevo al pueblo. Si yo hubiese podido, fíjate que me hubiese ido por la rama de medicina o enfermería, ¡eso sí que me llamaba mucho la atención!. Pero no me arrepiento tampoco de nada, ¿sabes?. Yo ya había decidido que no iba a seguir estudiando y no pasaba nada; tenía claro que había muchas más cosas que hacer en la vida. Acababa de desaparecer mi hermano Vicente y eso fue un shock tremendo en mi casa, un tema tabú que nunca se nombró. A mí me lo acababan de contar y yo creo que los sentimientos priman sobre el interés particular y así mismo decidí que me quedaba en casa con mis padres. Pero esta historia de mi hermano yo te la cuento con calma otro día, ¿vale?”.

Sé que esta parte de su historia es bastante dura y a ella le supone un esfuerzo recordarla, pero también sé que desde que se sienta con fuerzas me llamará para que la escuche. Así que cambiamos a un tema que la anima mucho.

“Hacíamos mucho teatro en el pueblo. Recuerdo que en los años 43 y 44 había mucha gente en los sanatorios y nosotros ayudábamos con eso; entreteníamos un montón a la gente. El nivel cultural de este pueblo siempre fue alto, yo lo recuerdo así desde que era un niña. No solo estaba el teatro; había gente que cantaba, se hacía una revista también, se hacían muchas cosas que contribuían a ayudar en aquella época. Las actuaciones se hacían en los almacenes de tomates que nos los prestaban para las representaciones,a veces en el de los Valerones, otras era en el de los Betancores. La gente se sentaba en las cajas de tomates como si fueran bancos y allí disfrutaban todos como si fuera aquello un gran teatro. Recuerdo también que en lo que era el almacén del guano, yo tendría unos cinco años y actué en un sainete, así que desde chica me viene a mí esto del gusto por el arte”.

“A mí me encanta que quieras saber estas cosas, que preguntes y yo te las pueda contar. Antes había tragedias, claro que sí, pero pienso que uno no se puede quedar solo con eso porque también había muchas cosas bonitas y también debe decirse. Debe saberse que fuimos felices y que vivíamos bien con lo que teníamos, que no sabíamos de carencias porque tampoco conocíamos más que lo que teníamos delante. Yo quiero que sepas que fui una niña feliz, una adolescente feliz y ahora por eso a lo mejor soy esta viejita amable que ves ahora”.

A mí me encanta tenerla delante, escucharla y verla emocionarse mientras escarba en sus 94 años de memoria. Me deleito con sus recuerdos y me contagio de sus anhelos. sí. Porque a mí también me gustaría, Antoñita, recuperar esa esencia de pueblo, la de mi pueblo. Volver a sentir la grandeza de lo pequeño, lo bonito de lo cercano y de sentirse en familia.

Mientras llega nuestra próxima cita para el café, prometemos volver, mi gran amiga y yo, con más charlas a corazón abierto.

Lady Yu

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