Lereta



        Había una gira todos los años que organizaba el ayuntamiento. La guagua nos dejaba en La Caldera de los Marteles y bajábamos caminando aquella cuesta hasta llegar a Lereta, un barrio chiquito, rural, muy rural en medio del barranco y donde vivía poca gente, buena gente.

    Se improvisaba un hueco para la música, a la sombra de un árbol; uno al órgano y cantante solía ser y, a veces incluso, las dos cosas eran la misma persona. Y allí que empezaba a bailar todo el mundo sobre aquel pedazo de tierra convertida en improvisada plaza del barrio.

    Frente a la pista de baile, una cueva, fresquita, donde se sentaban los mayores a guardar los sacos llenos de bocadillos hechos con pan de puño y chorizo de Teror, otros eran de queso y, para los más gourmet, de las dos cosas. Un bocadillo y una lata de refresco que mi madre llevaba metida en la nevera de Kalise roja con la tapa blanca, y aquel almuerzo que sabía a gloria te estaba dando piñazos en la barriga hasta por la noche.

    Al acabar había que seguir caminando cuesta abajo por el barranco hasta llegar a Montaña las Tierras, donde nos recogía la guagua para llevarnos de vuelta a casa y esperar la excursión hasta el año siguiente.

    Me pregunto qué habrá sido de aquella plazoleta; si seguirá siendo de tierra como yo la recuerdo, o si le habrán puesto pisos como los que usan para vestir las plazas, dejando de ser mi recuerdo para siempre. Yo prefiero seguir viéndola así, sacadita de la memoria, y pensar que está igualita que la última vez que la vi. Porque una también va poniendo pisos sobre los recuerdos y, a veces, se olvida de la tierra que hay debajo. Pero cuando empiezas a levantar capas, y llegas a ese olor inconfundible de tierrita mojada de lluvia, de tierrita chamuscada al sol, ya una quiere quedarse ahí, en la plaza de piso de tierra.


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