Lola me lleva a donde ella quiere.

     

    A veces, cuando la gente me habla de sus experiencias, consiguen que me traslade a lugares inimaginables, a momentos en los que nunca pensé estar y que viva, como metida en una película lo que me están contando. En ocasiones son sus voces, otras su manera vívida de contarlas o, como en el caso de Lola, es su ser entero lo que  me transporta, porque ella es todo pasión y energía capaz de llevarte a donde sus palabras lleguen.

    Hablando con ella recuerdo a mi abuela y, como si lo viera, soy testigo de sus charlas en la cocina mientras esperan a que salga el café después de que Lola le deje el pescado. O llega, sin esperarla, tía Maruca desde el fondo del pasillo en su casa de La Hoya después de que Marisa la llame, "Ma, está aquí Lola, la del pescao". Soy capaz de verla coger la guagua todos los días para ir a Telde a la autoescuela para sacarse el carné y, por fin, con el coche ya en sus manos, vender desde Carrizal a Ingenio el pescado que traía su marido de la mar. 

    "Uy, bien de cosas en una sola tarde", pienso yo mientras navego en sus recuerdos. Pero ella me saca rápido "muchacha, ¿tú me estás oyendo?" y su recuerdo sale pero su voz se queda dentro de mi cabeza. "Lola, ¿tú gritabas pescaíto fresco?" "No, mi niña, yo no, pero mi madre sí. Y salía con el cesto cargado en la cabeza hasta que lo vendía toíto".

    A veces, los recuerdos de la gente me llevan a escribir de otras épocas en las que no estuve pero pareciera que sí. Este relato de ficción nació de los recuerdos de "Lola, la del pescao" y a ella le debo la inspiración. Gracias; Lola, por tus ratitos llenos de recuerdos.


        Salió de cuentas ayer, pero eso no importa. No hay diferencias entre los días y hay muchas bocas que alimentar, mucho que hacer. Será el sexto parto y, si todo va bien, la cuarta criatura que se sume al libro de familia y si no, pues el angelito irá a donde mismo fueron sus hermanos muertitos a los días de nacer; al cielo de los niños.

        Dos segundos le ocupa el pensamiento en lo que acaba de darle de mamar a Josefa. "Llévala tú a la espalda y asegúrate de que eructa, mija", le dice a su hija Inés, la mayor, de apenas nueve años, quien se echa la niña a cuestas y comienza a andar detrás de ella camino a la acequia.

        La madre está molesta; la barriga abulta, las piernas están hinchadas, hace un calor de mil demonios y el cesto hoy le pesa como si cargara piedras y no ropa. Se agacha y lava, frota, moja y vuelve a frotar contra la piedra del lavadero. Lava, frota y tuerce las prendas con la ayuda de Inés mientras la pequeña Josefa duerme bajo un mato.

        Por fin, la última pieza. Todo dentro del cesto, limpio, fresquito, oliendo a jabón suasto, del bueno, que pa eso se mata ella a vender pescao, pa que por lo menos la ropa huela a cielo. Se carga el cestón de mimbre a la cabeza y arranca la vuelta a casa pensando que, a lo mejor, después de tender todo aquello, podría sentarse al fresco un ratito y, si Dios la oyera, parir de una buena vez. Pero Dios la oye antes de hora, fíjate, por una vez que le hace caso y es a destiempo. El dolor la dobla por la mitad, pero aún tiene la maña y el cuajo de poner el cesto a buen resguardo, que después de tanto trabajito no está la cosa pa ensuciar lo que ya está limpio.

        "Inés, mija, déjame a tu hermana y vete al pueblo como alma que lleva un diablo; tráeme a Pinito y a tu padre, apúrate".

        La niña Inés obedece y, antes de echarse a correr, acierta a ver a su madre agacharse de cuclillas mientras se arremanga. Aún hoy asegura que la cabecita de su hermano Ramón ya asomaba y que por eso voló, que Dios le dio alas y no tocó ni el piso de lo rápida que fue.

        Pinito la partera llegó con el chiquillo acabadito de posarse sobre el pecho de la madre, cortó el cordón, envolvió al pequeño y atendió a Lola. "Lo hiciste bien, Lolilla, muy bien. Mira, todita la ropa lavada ya pa toda la semana. Ahora a descansar hasta mañana".

        Jacinto cargó a su mujer a la espalda y así llegaron a casa seguidos de Pinito con el recién nacido en un brazo y la pequeña Josefa enganchada a la cintura. Detrás, la pequeña Inés, escachadita la cabeza debajo de aquel cestón lleno de ropa limpia, mojada, pesada.

        Por eso, dice hoy Inés: "mi ilusión era trabajar para tener una lavadora, mija, de esas de molinillo, que les echas jabón en escamas y pegan tro tro tro y lavan solas, mija, y la ropa sale limpia sin que se te pelen las manos, ni que te escaches la cabeza con el cestón y oliendo distinto. Porque ya no huele la ropa a suasto; eso debía ser por la piedra, digo yo, y por la mano de una, digo yo, y por los trabajitos, digo yo".




Comentarios

  1. Precioso relato Yudy 💕

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  2. Me encanta. Al leer esto también he conseguido transportarme a esa época y vislumbrar a esas mujeres, hasta pude sentir el frío en las manos... Mujeres incansables y fuertes, con otra savia en la sangre, de otra madera están hechas, te lo digo yo.
    Gracias Yude por dar vida a esas historias.

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  3. Cómo consigues llevarnos donde quieres ❤️ que facilidad!

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  4. Eso es arte, lo demás son boberías!

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