La Máscara
LA MASCARA
El día amanece con un rayo de esperanza color naranja dando paso a nuevas ilusiones…
Podría ser una bonita redacción ¡pero qué coño!. El sol sale por un lado y se pone por el otro y, en medio, las horas pasan lentas tras esta mascarilla.
Ya no es que me agobie, me asfixie o que tenga la sensación constante de estar respirándome a mí misma. Es la impresión de mordaza, de hablar, aunque sea en alto, y que mis palabras vengan de vuelta a mi garganta, atorándose, ahogándome. Y, desde el otro lado, oigo el eco también ahogado de un “¿qué dices, muchacha?” que enfatizan unas cejas enarcadas. Nunca una mirada tuvo tanto valor de interpretación y unas cejas el poder de avalarlas.
Mi amigo, muy sincero, muy vasco y poco dado a los pañitos calientes, me recomienda que ahorre en cera para el bigote e invierta en rimel y cejas. Aún estoy en primero de miradas, pero creo que la suya habla muy en serio. Tanto que, en un acto reflejo, me llevo la mano al bigote, o a la máscara que lo cubre, y él, desde su mascarilla de diseño, esconde una sonrisa burlona que sus ojos me traen de vuelta.
__ Me lo apunto, cari. ¿Sabes? Las patas de gallo también se notan más ahora.
Le contesto sin mirarlo pero, por el rabillo del ojo, veo cómo se toca disimuladamente debajo de los ojos y que, aunque la frase queda ahogada detrás de la tela, mis ojos supieron leer ¡pero qué hija de puta!.
En fin, acostumbrarse no es cosa de un día y aprender idiomas tampoco, pero vamos avanzando. De momento, practico la dualidad de que mi mirada diga todo lo contrario a lo que mi mascarilla esconde.
Yudeyna Santana
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