Murió un viernes el viejo Ramón y lo enterraron una mañana de sábado en el centro del patio interior de la casa. Fermina, su mujer, se negaba a que lo llevaran lejos, más allá de los muros de su casa. Su amor era más fuerte que la muerte y ella, aferrada a ese sentimiento, tras el entierro, plantó sobre la tumba un pequeño árbol.
Cada sábado, la familia rodeaba el árbol con las sillas de la casa, se sentaban tras regarlo y le contaban todo lo que Ramón debía saber, y sabría, a través de sus raíces.
Cada sábado, sin fallar uno, Ramón supo que seguía siendo amado y mandaba su respuesta a través del árbol que crecía y crecía dando sombra en verano y guareciendo de la lluvia mansa del otoño.
A dos metros bajo tierra, el patriarca seguía cuidando de su familia.
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