jueves, 18 de marzo de 2021

Clotilde; versos en mi corazón.

 


        Me abre la puerta Fina, la hija de Clotilde. La acompaño por el patio hasta la entrada de la casa desde donde llama a su madre y le avisa de mi llegada. “Espera un momentito, que estoy alrededor del potaje”. La veo salir, ayudada por un bastón, pero ágil y desenvuelta. “Pero, Clotilde- le digo asombrada- ¡¿y usted prepara las comidas y todo?!. Oh, pues claro. Yo me manejo sola. ¡Y eso que solo me faltan dos meses para cumplir 94!.

        Y con esta energía comenzamos la mañana. Si ya traía ganas de conocerla, al verla en persona con esa alegría, me levanta el ánimo y su sonrisa me garantiza que vamos a pasar un buen rato.

        “Hoy mi cabecita sí está bien. Yo ya estoy pal arrastre, pero es que todos los días no son iguales tampoco”. Esto me lo dice mientras da a la hija las directrices pertinentes de cómo habilitar el patio para que estemos cómodas durante la charla. La silla, el cojín, la sombra...todo con un brío que, por más que ella me diga, yo la encuentro estupenda.

        “A mí me encantaba la escuela- le brillan los ojos con este recuerdo- Lo más que me gustaba eran las lecciones de memoria. Mi maestra se llamaba Candelaria Marrero y esa mujer se sacrificaba por los alumnos como ninguna. Al que no tenía libros, porque la madre no se los podía comprar, ella se los daba. A mí me los dio y mi favorito era el de Los niños y las flores. Pero ese era de la maestra, nosotros no nos lo podíamos llevar. Mis hijos me lo consiguieron por internet hace unos años ¡me hizo una ilusión! Yo aprendí muchos poemas de ahí”- y se arranca Clotilde con el primer poema de la mañana, dedicado a su querida maestra.

        “Si hubiese habido becas por ese entonces, yo me habría puesto a estudiar, porque yo tenía mucha memoria. Pero no había becas, y no pude ser maestra. Así que, a los once años, me tocó irme a trabajar a amarrar tomateros y al almacén”.

        “En el patio del colegio, jugábamos a la gallinita ciega, al teje, al patio de mi casa ¡y a muchos juegos más que había en esa época!. Pero a mí me encantaban las muñecas de carozo; los vestíamos con trapos que cogíamos de por ahí y parecían muñequitas de verdad”.

        De repente, Clotilde suspira. Se apaga el brillo de sus ojos por un momento; el recuerdo que le sobreviene no parece tan agradable. Ella sabe recomponerse rápido y me mira, preparada de nuevo para seguir. Me desvela qué era esa sombra que apareció en sus ojos.

        Se pasaron muchas miserias y muchos trabajitos después de la guerra, pero la vida estaba, quizás, mejor que ahora. También había enfermedades, no te creas. Había tifus, colitis, tuberculosis… Se pasó hasta hambre, porque no venía nada de afuera, mi niña. ¿y cómo se hacían, Clotilde?- le pregunto-. Pues, a veces un vecino le daba al otro un pisco de lo que tenía y así escapábamos, mija, ayudándonos unos a otros”. Ella suspira y me hace un gesto de resignación con las manos. “¿Sabes una cosa? Dios, según pone la llaga, también da el remedio”.

        Me deja pensando en esto unos instantes. En la resignación ante las circunstancias que rodearon a la gente en su época, pero también en la capacidad para afrontarlas y salir de ellas unidos. Un concepto de comunidad, casi de familia, que casi hemos perdido.

        Yo me casé con 20 años. ¡Desde la escuela nos queríamos nosotros dos!. Antes la gente se casaba joven y se tenían a los hijos en las casas. Yo tuve ocho hijos y solamente dos de ellos no nacieron aquí. Adolfina, que es la más chica, ya nació en la Clínica del Pino en el año 1972. ¡Y mira, me pasó con ella lo que no me pasó con ninguno de los otros!. Me dejaron con la chiquilla sola, recién parida, y por poco se me cae al suelo”. Fina bromea con el hecho, haciendo alarde de un gran sentido del humor que también caracteriza a la madre. “El otro de mis hijos que no nació en casa lo hizo en el Ingenio, porque me puse de parto amarrando tomateros y lo más lejos que llegué fue a casa de mi suegra pa tenerlo. Luego, con el segundo, me agarraron los dolores también trabajando y me vine caminando desde el Pozo de la Pastora, que era donde yo tenía los tomateros”. Clotilde- le digo- ¡pero eso es un montón de camino!. “¡Bueno! Y traía un cesto de ropa encima de la cabeza y a mi suegra al lado ¡casi nada!. Qué trabajitos los de antes, mija, la verdad que sí. Pero yo fui muy feliz. Ahora hay mucha majadería; no se contentan con nada teniéndolo todo. Son cosas que yo no entiendo”.

        Escuchándola, comprendo perfectamente el por qué de sus palabras, por qué se le escapan ciertas formas de pensar, estilos de vida o, como ella los llama, majaderías. Aprovecho para preguntarle por las parteras, si la atendían en los partos, si llegó a necesitarlas en algún momento.

        “La partera se mandaba a buscar solo si hacía falta. ¡Y si llegaba! Porque ella vivía allá, en el Ingenio. Si no, las vecinas, alguna bien amañá, era la que atendía en los partos. Siempre así, ayudándonos entre nosotros con lo que había. Carmita Tejera se llamaba la señora que me atendió a mí. Por eso yo no entiendo cuántos médicos ven ahora a las mujeres cuando están embarazadas: que si matrona, tocólogo, ginecólogo...¡Jesús! Pues a mí no me vio ninguno, fíjate. Bueno, pa la más chica sí. Yo creo que por eso salió tan larga”.

        “Apenas de mujeres morían por las hemorragias después del parto. Algunas guardaban cama, pero otras, al día siguiente mismo salían a la acequia porque no tenían quien les lavara la ropa. Yo misma, daba a luz y al día siguiente me iba a trabajar, me llevaba al chiquillo y lo ponía bien cómodo dentro de una caja de coñac pa yo poder amarrar los tomateros”.

        Ante este choque entre el ayer y el hoy, no puedo evitar comparar la imagen de la mujer actual que sale del materno y la mujer de los años 50 que, nada más dar a luz, debía bajar al barranco a lavar, con todo el esfuerzo y fatiga que conllevaba. Curiosamente, la primera imagen es en blanco y negro y la segunda en color. Pregunto dónde quedaba la acequia y Clotilde sigue rescatando recuerdos.

        “Aquí detrás mismo, en el barranco. Este barranco era precioso antiguamente. Había de ñameras y juncos que era una belleza. Tenía unas caídas de agua que era una maravilla. Tenía nacientes por dos sitios; uno estaba aquí abajo, en el barranco, y el otro más arriba y regaba todo por la banda de allá de la Madre del agua. De ahí le viene el nombre al barrio: Aguatona. El agua corría y corría y se perdía allá por el aeropuerto. Pero ahora no hay ni gota, mija. Qué me gustaba ir al barranco los días de finaos con las amigas a hacer caldo de papas. Llevábamos tres papitas, cilantro, un caldero, allí había leña y hacíamos unas brasas, amasábamos un pizquito gofio y nos lo comíamos allí, debajo de los árboles”.

        Hasta en eso hemos cambiado, Clotilde; lo que nos rodea tampoco es ya lo que era. Clotilde ama su barrio y, para muestra, me recita el poema que escribió para el lugar que la vio nacer, crecer y donde ella ha levantado su nido familiar.   

        En medio de los recuerdos, nostálgica y totalmente metida en su historia, Clotilde da un respingo en su asiento y se levanta como un resorte. “Muchacha, déjame avisar a mi hija pa que separe un pisco de potaje pa mí. El mío tiene que ser sin sal, que yo ya tengo el estómago delicado”. La veo alejarse, con ayuda de su bastón y, aún así, ágil. Recuerdo que hace solo unos minutos me dijo aquello de “yo estoy pal arrastre” y no puedo evitar que la sonrisa se dibuje en mi cara porque ella, serena y delicada, también tiene carácter y de fondo la escucho decir cómo se deben hacer las cosas. Genio y delicadeza; una mezcla que, sin duda, la hace una mujer especial.

        La vida la enseñó a ocuparse de mil cosas al mismo tiempo: la casa, el trabajo, los hijos. Ella misma se encargó de no perderse en su esencia dentro de tanto trajín y siguió siempre su voz interior que le habla en verso. Para eso se necesita talante, carácter y voluntad. A dos meses de los 94, Clotilde se me presenta desde su sillón como un monumento; hecha a sí misma y, como a las obras que el tiempo desgasta, se aprecia en ella el valor que encierra, la historia que le aflora.

        “Yo escribí también mucho teatro. Las hacían aquí, en el barrio, y hasta mi hija participaba. Y así tengo un montón de cosas escritas por ahí guardadas. Todo esto es por gusto mío ¡pa que tú veas lo que es gustarle a uno algo! Porque yo no estudié pa hacer grandes cosas, pero ya ves que me sale solo. He ido a recitar a colegios, teatros, ¡hasta a la universidad me llevó Yeray Rodríguez! Y la gente se privaba oyéndome recitar. Guardo muchos recuerdos bonitos yo de todo esto”.

        “Yo tengo un montón de nietos y bisnietos. ¡Ay, pero qué época más mala esta pa traer hijos al mundo! Me acaba de poner mal la vida que tenemos ahora y todo lo que está pasando con este virus. Mi abuela me contaba de cuando hubo cólera aquí. ¡Hasta cuatro muertos de la misma casa se llegaban a sacar el mismo día! Se enterraban allá, en la Montaña de Marfú y en el Lazareto de Gando. Hay mucha gente joven que no hace caso, mija. Se ríen de las cosas de antes; no aprenden o no quieren aprender, me da a mí. ¡Y qué más dará hacer caso, si es el bien pa nosotros!”.

        Seguimos hablando un rato más; parece cansada pero, al nombrar Fina la artesanía que ella misma hacía con hojas de palma y platanera, le vuelve el alma al cuerpo y se anima de nuevo explicándome con detalle cada cosa. No deja de sorprenderme esta poeta, pregonera, artesana, madre, esposa y mujer de bandera.

        Oigan ¡qué buena era la educación de antes!. Ella se nota cansada y, con mucha dulzura, agarra el bastón y se adelanta en el asiento. “A mí me parece que tú has recogido bastante por hoy! Sonrío y me lleva al recuerdo de mi abuela que, al igual que Clotilde, cuando quería dar algo por concluído sin herir mis sentimientos, me decía “también puedes dejar algo pa mañana, mija”.

        Y así, dejamos para otra ocasión todo lo que ella me quiera seguir contando. Mientras espero nuestra próxima charla como amigas, humildes versos me salen dedicados a ella. El día de mañana podré decir a boca llena que tuve una maestra y que su nombre es Clotilde Cruz Peña.


Clotilde es mujer de antes

y también es mujer de ahora.

De pequeña soñaba en futuro

en el presente, renueva las horas.


En el patio de su casa

me regala sus historias,

hace amena la charla

derrochando gran memoria.


De Clotilde he aprendido

que el carácter se lleva adentro,

a escuchar y apreciar

que la vida es toda en verso.


Ella es tradición y ejemplo,

poesía y todo mesura.

Clotilde es, sin duda,

un paso adelante para nuestra cultura.

 

Gracias, Clotilde Cruz Peña

8 comentarios:

  1. Un trocito más para aprender de nuestros mayores.Gramn mujer.

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  2. Me ha recordado totalmente a las historias de mi abuela, y las que me contaba la abuela de Dani... lamentablemente, ellas ya no me cuentan sus historias , pero tú con cada uno de estos pedacitos, las traes a mi mente de nuevo

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  3. Gracias♥️ Aprendamos de ellos siempre♥️♥️♥️

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  4. Que gratificante poder estar con esas personas tan maravillosas, que a base de esfuerzo y sacrificio, sacaron adelante a su familia sin una queja y son historia viva de nuestro pasado.

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  5. Yudith,gracias una nueva historia rescatada de doña Clotilde,seguir aprendiendo de los mayores .♥️♥️♥️

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  6. Fantástica labor, amiga. Hay que tirar de ese hilo para sentir que nuestras raíces dan firmeza. ¡Gracias!

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  7. Ayyyy que bonito, que grandes historias, y que trabajitos tenían pero que felices eran.

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Lady Yu

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